Siempre pensé que en los tiempos
de mi madurez las preguntas universales que tienen que ver con la existencia,
la consistencia y la esencia de cada
quien, me llevarían a respuestas que me dejarían satisfecha. El aplomo y la seguridad conformaban un binomio que me
dejaba en una actitud de espera postergando en mí la angustia de la
existencia. Ocupada en la crianza de hijos, en la plenitud de la vida en
familia, en el crecimiento de una profesión que había abrazado con pasión, me
imaginaba madura y asentada habiendo encontrado, al fin, el cofre de la
sabiduría.
Nada de eso ocurrió. Del cofre
nunca encontré la llave y cada vez que me siento cómoda en algún tiempo y lugar
me sigue invadiendo el fantasma del ocio, al cual sólo acepto si viene de la
mano de lo creativo, ya que he sido criada en tiempos en que el ocio a secas
era como un tumor maligno del que no se sale fácilmente.
Y dado que ni la religión, ni el
psicoanálisis han logrado ayudarme a encontrar las respuestas que había
postergado para este tiempo de mi vida, aposté todas mis cartas a las
herramientas que me brinda el arte como modo de expresión, pero también como
vehículo de búsqueda hacia el incomprensible mundo interior.
Así aparecieron las mujeres
primero y las mujeres desacatadas después. Mujeres que me ayudan a mirarme y
que son fragmentos de mí que aprecio y odio, que acepto y niego; que me
divierten o me aburren hasta el cansancio; que me hacen sentir orgullosa o me colorean
las mejillas por vergüenza al eterno papelón de vivir; que
subestiman los grandes temas de la vida o exageran las pequeñeces a las que
nadie daría real importancia. Cada vez que aparece una nueva mujer en mi
vida, siempre está dispuesta a decirme
algo que no me hubiera animado a decir sin su presencia.
Pintándolas aprendí a quererlas,
a pesar de lo insufrible de la gran mayoría que llegó para recordarme que
siempre será una parte importante de mí misma. Quizás ellas tengan en su mano
la llave que me ayude a descubrir ese tan preciado cofre de la madurez. O
quizás sean quienes ocupadas en sus disquisiciones, han perdido la llave para
siempre.
Y dado que no soy tan madura como
para aseverar que todas las mujeres vamos en busca de esa llave, no me atrevería
ni por un instante a hacer de esta experiencia personal, uno de los grandes
temas universales que atañen a la mujer. Pero sí sé que ellas necesitan salir,
comunicarse, decir, llorar, reír, divertirse y soñar conmigo en esta etapa de
mi vida.