Juro que hago todo lo que puedo.
Por vos. Por todos ustedes.
Antes, lo hice por ellos.
Hice todo lo que se debía hacer.
Cumplí mis obligaciones sin preguntarme por mis derechos.
Obedecí, me resigné al pedacito que me tocaba.
Lloré, sufrí, trabajé.
Amamanté a unos cuantos.
Cargué todo el peso posible.
Trabajé en tiempos de ocio.
Dije muchas veces sí.
No bordé porque no me sale.
Mucho no cociné porque no tuve tiempo.
Tejí, desprolijo, pero tejí.
Cosí botones, lo que no es poco.
Pegué dobladillos y rodilleras.
Cuidé de las plantas, les hablé, aunque se mostraran hostiles, secándose.
Pero al menos, lo intenté.
Quizás, además de hablarles, debí echarles agua. Perdón.
Toqué el piano para mi papá, con errores, pero lo toqué.
Estudié los días feriados. Cada fecha en el almanaque.
Y cuando no lo hice, cuando me sorprendió una siesta con la guardia baja, se me remordió la conciencia, como debe ser.
Me entregué al amor. Y a veces fracasé con la mesura.
Perdón si mis zonas íntimas no respondieron al recato.
Traté de apagar el fuego todo lo que pude y usarlo sólo para la reproducción.
Quizás debí regarlo. Perdón.
Nunca supe cuánto iba de agua.
Ni dónde, ni cada cuánto.
Ni cómo se dominan los sueños. Quizás, si no durmiera...
Y tengo pena de todos, mucha pena.
Pero una pena buena, como una misericordia, algo así.
Pena del que se equivoca, pena del que no se anima.
Pena del que se siente ridículo, pena del que no sabe qué decir.
Pena del que siente pena.
Pena de quien no la siente pero debería.
Ante un puchero me desarmo y lloro con el que llora
para que lloremos juntos.
Y después lloro en soledad por no haber podido frenar el llanto.
Jamás pude resistirme a un puchero, a unos ojitos caídos.
A las almas en pena, a las penas sin alma.
Todos cargamos nuestra cruz.
Porque en algún lugar del Árbol nos la inculcaron.
La cruz no es sólo de los que la quieren.
La cruz es de todos.
Más o menos visible, la cargamos.
Algunos le llaman culpa.
Y yo la tengo.