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ESCRITURA ESPONTÁNEA Y ROPA VIEJA

ESCRITURA ESPONTÁNEA Y ROPA VIEJA Unas veces, salen sin pedir permiso y te piden que las pongas en algún lugar, como si estuvieras hablando y a las palabras se las llevara el blog. Otras veces, las encontrás en borradores que habías descartado y las ponés así, revueltas, desordenadas, como la ropa vieja que se cocina con lo que quedó de la noche anterior. Palabras que desean tocar, pellizcar, acariciar, poner la oreja y encontrarse con otras que al igual que ellas desean salir de alguna garganta.

sábado, 5 de marzo de 2011

La libélula de papel de cocina

Llevo años dando clases y trabajando para aflojar las tensiones que existen entre al arte y la educación. Años intentando convencer a las alumnas de educación inicial que si no se jerarquizan, nadie lo va a hacer por ellas. Que no alcanza con que te gusten los chicos o con saber hacer manualidades. Y que si no trabajan por la identidad del nivel, siempre serán- para el común de la gente – “las jardineras que cuidan y divierten a los chicos”.
Recorro el país insistiendo a las docentes acerca de la pregunta de por qué los niños y niñas sólo tienen acceso a las imágenes que los adultos han etiquetado de “infantiles”: los patos amarillos, el conejo celeste y el osito marrón. Así simplifican la realidad, así son esclavas del poder hegemónico del mercado que les vende revistas con mágicas soluciones. Y me entristece ver que tanto en un jardín de Uspallata en lo alto de la montaña, como en un jardín de la ciudad de Buenos Aires o en la Quiaca, todo lo que ven los niños es IGUAL. Llega el invierno, el árbol con bufanda; llega la primavera, las flores de papel afiche con cinco pétalos y un círculo amarillo en el medio; llegan los actos patrios, las palomas y guirnaldas; empieza el ciclo, el friso que cada día del año esperará a los chicos cuando entren en la sala; un cartel de bienvenidos que jamás se sacará de las paredes, aunque sus letras irán cayendo con la humedad de las paredes que no resistirá la cinta de papel; la tira numérica con números del uno al diez y el abecedario.
Se les niega el derecho a la cultura; a la cultura universal y regional, como si todavía fueran muy pequeños para entenderla. Claro que siempre hay excepciones. No se ofenda quien me lea y en su sala los niños convivan con reproducciones de Berni, Xul Solar, Spilimbergo, Picasso; fotografías artísticas o documentales, producciones de los chicos, obras de artistas del lugar.
Ser docente es ejercer un acto político e ideológico y jamás se es neutral a la hora de realizar una propuesta. Les intento explicar que cada vez que elegimos qué compartir con los chicos, también elegimos qué no vamos a enseñarles.
Ayer me escribió una alumna. Abrí el mensaje, entusiasmada. Siempre me gusta poder colaborar en lo que necesiten. Pero esta vez, no pude. Pido perdón, eso nunca lo aprendí:
“Hola profe, perdón que la moleste. Le quería preguntar cómo puedo hacer una libélula con papel de cocina que me pidieron para el jardín de mi primita. Por favor si me puede mandar alguna idea. Muchas gracias!”

Cuando las cartas tardaban en llegar

Ni Isolina, ni Ernestina; simplemente Picha o La flaca...así le decían a mi madre. Ya he dicho que Picha significa “niña” en asturiano, por lo que muchas veces competía conmigo. Cuando se enojaba, siempre nos decía “¡si lo supiera tu padre!”, como si fuera una hermana buchona que no tenía autoridad para retar por sí sola. Pero en los momentos que más sentí la férrea competencia que había entre nosotras, fue en los tiempos en los que esperábamos las tan ansiadas cartas de mi hermana, que se había ido con mi sobrina y mi cuñado fuera del país, por las razones forzadas que todos conocemos.
Única sobrina y única nieta, la niña se había transformado en el motivo de nuestra espera. Como aún no sabía escribir, mi hermana se encargaba de grabarla en un cassette y de enviarnos sistemáticamente esa caja de sorpresas cargada de una media lengua en la que crecía el “tú” y se desvanecía el “vos" alejándola aún más de nosotros, aunque haciéndola más adorable. “Tú sabes tía…”, “voy al jardín con mi lonchera…”.
A cambio de su correspondencia, nosotros le grabábamos otro cassette, en el que, luego de los saludos y los besos de costumbre, mi papá le contaba cuentos que leía en mi Enciclopedia Práctica Preescolar y en una antología muy buena que todas las jardineras de ese momento teníamos en nuestro haber. Cuentos tranquilos, monocordes y de abuelo.
Yo, en cambio, me encargaba de tocar canciones en el órgano y así quedaba un interesante compendio artístico de lo que en la familia sabíamos hacer. Mi mamá la saludaba y le decía cuánto la extrañaba.
Esa competencia férrea se iniciaba cuando el cartero tocaba el portero eléctrico. A eso de las diez u once de la mañana, cuando mamá estaba en plena limpieza de la casa, sentíamos el timbre y ella bajaba desbocada a recibir la carta. Y cuando subía, nos peleábamos ferozmente por abrirla. Ella siempre tenía que leer primero lo que escribía mi hermana. Entonces yo le decía que me diera el cassette, así, mientras tanto, lo iba escuchando. Pero no, en eso sí que no transaba. Primero se leía en voz alta lo que decía mi hermana y luego se lloraba lo que había que llorar mientras los tres escuchábamos a la niña sentados alrededor de la mesa, almorzando, rigurosamente, a las doce del mediodía.

viernes, 4 de marzo de 2011

Cuando las cartas tardaban en llegar

Ni Isolina, ni Ernestina; simplemente Picha o La flaca...así le decían a mi madre. Ya he dicho que Picha significa “niña” en asturiano. Y ella sí que lo era. Porque muchas veces competía conmigo. Cuando se enojaba siempre nos decía “¡si lo supiera tu padre!”, como si fuera una hermana buchona que no tenía autoridad para retar por sí sola. Pero en los momentos que más sentí la férrea competencia que había entre nosotras, fue en los tiempos en los que esperábamos las tan ansiadas cartas de mi hermana, que se había ido con mi sobrina y mi cuñado fuera del país, por las razones forzadas que todos conocemos.
Única sobrina y única nieta, la niña se había transformado en el motivo de nuestra espera. Como aún no sabía escribir, mi hermana se encargaba de grabarla en un cassette y de enviarnos sistemáticamente esa caja de sorpresas cargada de una media lengua en la que crecía el “tú” y se desvanecía el “vos" alejándola aún más de nosotros, aunque haciéndola cada vez más adorable. “Tú sabes tía…”, “voy al jardín con mi lonchera…”.
A cambio de su correspondencia, nosotros le grabábamos otro cassette, en el que, luego de los saludos y los besos de costumbre, mi papá le contaba cuentos que leía en mi Enciclopedia Práctica Preescolar y en una antología muy buena que todas las jardineras de ese momento teníamos en nuestro haber. Cuentos tranquilos, monocordes y de abuelo.
Yo, en cambio, me encargaba de tocar canciones en el órgano y así quedaba un interesante compendio artístico de lo que en la familia sabíamos hacer. Mi mamá la saludaba y le decía cuánto la extrañaba.
Esa competencia férrea se iniciaba cuando el cartero tocaba el portero eléctrico. A eso de las diez u once de la mañana, cuando mamá estaba en plena limpieza de la casa, sentíamos el timbre y ella bajaba desbocada a recibir la carta. Y cuando subía, nos peleábamos ferozmente por abrirla. Ella siempre tenía que leer primero lo que escribía mi hermana. Entonces yo le decía que me diera el cassette, así, mientras tanto, lo iba escuchando. Pero no, en eso sí que no transaba. Primero se leía en voz alta lo que decía mi hermana y luego se lloraba lo que había que llorar mientras los tres escuchábamos a la niña sentados alrededor de la mesa, almorzando, rigurosamente, a las doce del mediodía.

jueves, 3 de marzo de 2011

La negación de la muerte. Retractación de la prohibición del ocio

Las ciencias exactas tienen eso de certidumbre que la vida no tiene. Dos más dos, para el común de las personas – y sin entrar en las disquisiciones de nuevos paradigmas – es cuatro. Pero cuando de la vida se trata y aparecen las subjetividades, aparecen los puntos de vista. Mi hermana leyó “La prohibición del ocio” y estuvo en todo de acuerdo, menos en el final. Esa parte en la que digo crudamente que mi viejo, sentado en el sillón, está esperando la muerte. Muchas veces hemos hablado con él sobre su angustiosa espera, ya que desde que no puede andar en bici, ni ir al café cada tarde a encontrarse con sus amigos (rutina que mantuvo hasta los 89 años), su vida ha perdido sentido para él y también para nosotros; sin embargo, ahora, parece que mi viejo ha recuperado las ganas de vivir. De pronto tiene un proyecto de vida: el nuevo DNI.
Desde que el mes pasado me dijeron en el banco que iba a tener que hacerse el documento porque su libreta de enrolamiento ya no sirve, él piensa que le queda más tiempo de vida. Porque si te estás por morir, ¡para qué vas a tener que hacer semejante trámite y encima sin poder moverte, que vengan a tu casa los del registro y el fotógrafo y el peluquero ¡semejante gasto no se justifica así porque sí! Y hace pocos días, mientras yo escribía desde mi nuevo sillón en el departamento de Buenos Aires, él, desde su nueva silla de ruedas posó impecablemente peinado, de chomba celeste y con una sonrisa que no pudo evitar, para la foto carnet que improvisó mi hermana después de haber fracasado con un fotógrafo malhumorado que no tenía tiempo para perder, mientras que alguien del Registro Civil se acercó a mi casa para corroborar que aún mi viejo, el tapicero, tiene mucho paño que cortar.

Trastornar lo obvio y ensanchar lo posible

Trastornar lo obvio y ensanchar lo posible, dice Jorge Larrosa. Me parece una frase potente, arriesgada, provocativa, convocante. Por eso – a veces - la uso como una lupa, como unos lentes con los que intento mirar la vida. Repletos de obviedades y cercados por el espacio concreto de la vida cotidiana, cada mañana, al despertarnos, encontramos un marido a nuestro lado, un mate para iniciar el día, unas tostadas, algo de fruta. Pero si al despertarse, uno pudiera retener esa frase antes de abrir los ojos, tu marido no sólo sería tu marido, tu mate no sólo sería un mate y lo mismo sucedería con el pan y con la fruta.
Quizás tu marido podría ser esa persona con la que aún seguís eligiendo compartir tu vida; el mate, un momento compartido al que desearías volver si ya no te fuera posible; las tostadas y la fruta, un indicio de que al fin te decidiste a hacer las cosas bien, porque la vida es un regalo que hay que cuidar.

miércoles, 2 de marzo de 2011

La prohibición del ocio

Yo no tuve sillón hasta los veintiocho años. Lo pienso mientras disfruto de uno en el pequeño monoambiente en el que vivo en Buenos Aires. Mi marido me dice, “¡pero no hay más lugar para meter muebles, tenés una banqueta larga, dos banquetas altas, los dos silloncitos y el futón! ¡Cuánta gente va a venir a sentarse en un espacio tan reducido!¡vos lo que querés tener es una mueblería!
Hasta que me fui de mi casa de soltera, vivíamos en un departamento de dos ambientes y medio. Cuatro personas, cuatro sillas y un banquito para la cocina. Se miraba televisión desde la mesa, mientras se almorzaba, se tomaba mate, se cenaba o se hacía la tarea.
Mi papá era tapicero. Durante años debe haber tapizado las mejores casas del barrio los troncos de la ciudad de Mar del Plata. En la tapicería solía haber retazos de telas de todo tipo que muchas veces mi mamá utilizaba para confeccionar delantales de cocina. Gobelino importado con flores de distintos colores y texturas, brocados, madrás, pana, muselina, moaré, piqué.
Yo las usé durante mucho tiempo para armar rincones de juego en los jardines de infantes. ¡Hasta con mi hermana le pedimos a mamá que nos haga túnicas allá por los años setenta!.
Mi papá era un tapicero prolijo, detallista y caro. Pero nunca llevó un sillón a casa. Alguna vez, ya de grandes, lo vivimos como algo extraño, y hasta lo comentamos en voz alta, “papá, no habrá algún sillón viejo en la tapicería…lo podríamos poner aunque sea en este rincón”; pero durante mucho tiempo ni siquiera nos planteábamos el problema. En casa no había sillones y punto. Porque las personas estábamos en las casas para trabajar, hacer las tareas, estudiar, descansar en la hora de la siesta en la cama o dormir. Y ninguna de esas actividades requería de un sillón.
El sillón era para la gente que tenía tiempo y dinero. Mi papá, hoy, vive en mi casa y tiene un sillón en el que pasa largas horas mirando la tele, esperando morir

Imprevisto Buenos Aires

Imprevisto Buenos Aires

Estoy comiendo algo en el café de la esquina de Ravignani y Paraguay. Nos ponemos con mi marido en la mesita de afuera. Desde la ventana abierta del bar se ven dos hombres conversar; uno, enfáticamente, el otro, observa atento. Es imposible dejar de mirar lo que sucede en esa mesa. Un hombre joven y apasionado es escuchado por otro bastante entrado en años. Luego vemos que éste último lo está grabando. Caemos en que es una entrevista. Una entrevista a un escritor. El que entrevista tiene debajo de su codo un libro. No alcanzamos a leer lo que dice. Pero nos esforzamos, porque de acuerdo a como sopla el viento, escuchamos algunos tramos de la conversación y la adivinamos fascinante: “y ese fue justo el momento en el que había que tomar una decisión para el lector”…cosas así, que te van invitando a sumarte a la mesa, pero no se puede, no se debe.
Luego de haber pagado, nos acercamos un poco más, muy disimuladamente, para ver si alcanzamos a tener algún dato…Semán…Ernesto Semán…Soy un bravo…..
Llamo a mi hijo a su celular y le pido que se fije en internet. Me dice que Semán es un periodista que devino en escritor, que escribe para Página 12 y que escribió un libro llamado algo así como La última cena de José Stalin. Le digo, no sé, este libro empieza con “soy un bravo…” Fijate en la foto, tiene como unos cuarenta años y se parece a… bueno…para mí, al tío Fernando, para papá a Kike. Mi hijo me dice…mmm…no creo….este parece un árabe.
Llego a casa y busco enseguida por internet: “Ernesto Seman soy un bravo”. Y ahí aparece: Soy un bravo piloto de la nueva China.
Y leo el argumento: “Este es un libro que empieza tres veces. Rubén, un geólogo que vive en el exterior, vuelve a la Argentina para acompañar a su madre durante sus últimas semanas de vida. Un colectivo-submarino de dos pisos conducido por mujeres, cuyo recorrido es Buenos Aires-La Pampa-California, y cuyo destino final es una isla infinita dirigida por una pareja diabólica. La rutina de un campo de detención durante la dictadura.”
Esta tarde salgo a comprar el libro, porque la pasión de Semán se lo merece y porque dicen los entendidos, que hay señales que hay que saber escuchar.
Eso tiene Buenos Aires. En cada esquina un café, en cada café una sorpresa. Si hubiera sido una niña, no habría tenido el pudor de acercarme a escuchar, de mirarlos de cerca. Pero, en la medida que vamos creciendo, aprendemos indefectiblemente el arte de la hipocrecía y el disimulo.

lunes, 28 de febrero de 2011

Confesión

Siempre tuve celos de ella. Fue su primer amor y a esa realidad, no hay manera de cambiarla. Después nos conocimos, nos casamos, hicimos una familia; él dejó de verla por un tiempo. Claro, la crianza de los chicos, los fines de semana ocupados en divertirlos y jugar con ellos, lo distanciaron de ella. Pero una vez que pasó el tiempo de la crianza, inevitablemente, volvió a su primer amor. Y se terminaron los fines de semana en familia; se terminaron los paseos en el auto y las salidas al parque Camet. ¡Con lo bien que lo pasábamos juntos, tomando mate y viendo a los chicos crecer! Pero yo no tenía manera de competir con ella, siempre más atractiva, proponiéndole acción, adrenalina…¡tanto lo seducía!!!! Si hasta lo he visto mientras se miraba en el espejo cómo ensayaba seducirla!!!! ¡Cuánto descaro!!
Recuerdo las veces que lo agarré in fraganti, cuando lo llamaba por teléfono para ver si le faltaba mucho para venir y del otro lado, lo escuchaba jadear, tratando de juntar aliento para contestarme, como si nada hubiera ocurrido.
Fue así como comencé a ocupar mis fines de semana estudiando. Hice dos carreras a parte de las que había estudiado en mi juventud. Y ella siempre firme, presente, desafiante. De a poco, comencé a ceder, a tratar de comprender que yo jamás iba a poder darle a él, lo que ella le ofrecía y comencé a hacer terapia. Pero fue inútil, si hasta la terapeuta le daba la razón a él!! Yo jamás podría competir con ella. Y hasta me sugería que lo comprenda!, que los hombres….
Ahora que paso más tiempo en Buenos Aires y nos vemos menos, él pasa cada vez más tiempo con ella. Y hasta tiene el tupé de compartirla con sus amigos.
Y aquí, en la noche, extrañándolo, no entiendo cómo una raqueta puede más que yo.

Un piano, unos reyes, una tía, un padre

EL PIANO:

A mi padre, de chico, le hubiera encantado saber tocar el piano; pero no le fue concedido ese deseo porque “era cosa de mujeres”, decía mi abuela. Así que cuando yo cumplí los 8 años, me llevó a lo de Sebastiani, un conservatorio que había en frente de mi casa y que a su vez era la casa de los profesores, el matrimonio formado por Don Miguel y Doña Alcira, con su hija Alicia que también tocaba ese instrumento.

El Conservatorio

En lo que sería el comedor de la casa, doña Alcira enseñaba teoría y solfeo. Sus clases eran individuales, así que ni bien uno llegaba tenía que sentarse para dar y escuchar la lección y hacer la tarea en los cuadernos pentagramados. La teoría de Williams era el libro que seguíamos al pie de la letra. En esa misma sala había un piano que utilizaba Alcira para enseñarnos a ubicar los dedos, la postura del cuerpo y el lugar de las notas a los principiantes. Luego había otra sala (que era el garaje de la casa) que estaba pegada a la cocina de la familia. En esa sala estudiábamos aquellos que no teníamos piano en casa. Y Doña Alcira, mientras cocinaba o se peleaba con su hija, escuchaba lo que tocábamos y nos avisaba elevando el tono de voz, cada vez que nos equivocábamos.
Luego estaba la sala del “Señor”, ella lo llamaba así. Ahí entrábamos una o dos veces por semana, para dar la lección. Don Miguel se ponía de espaldas al piano y miraba por la ventana hacia la calle, mientras el alumno tocaba. Y cuando algunos pasajes musicales resultaban demasiado difíciles, se daba vuelta y con una lapicera de tinta, tachaba las notas de algunos acordes para hacerlos más sencillos. Después marcaba con una cruz bien grande desde dónde hasta dónde teníamos que avanzar para la próxima vez.
Él siempre se mostraba alegre y mucho no le importaba la postura del cuerpo o los movimientos de las manos. La cuestión era que se escuchara agradable. A mí me llamaba por mi segundo nombres “Carlota” y a veces me gritaba: “no….así estás matando al piano”….”suavemente, tenés que acariciarlo.
Las audiciones de fin de año eran a doce manos. Ellos preparaban el salón y ubicaban los tres pianos de la casa juntos. Y ahí tocábamos de a seis alumnas, las piezas musicales que él mismo arreglaba. Le resultaba muy sencillo porque había sido director de una orquesta típica en Buenos Aires. Se habían ido a vivir a Mar del Plata y el Conservatorio les significaba una buena jubilación.
A esas audiciones iba irrenunciablemente mi tía Cora, la hermana de mi padre, que fue la única de la familia que pudo aprender a tocar el piano, por el hecho de ser mujer.

Los Reyes Magos

Cuando tendría unos diez años, en vísperas de reyes, mi papá - que no era de mucho hablar – me dijo que me acercara porque quería hablar conmigo. Y me comentó algo así como: “hija, supongo que ya sabrás que los reyes no existen y que somos los padres. Este año no tenemos dinero para comprarles regalos porque la situación está siendo difícil, así que te pido que no esperes nada para mañana”.
Creo que me asombré más de que mi papá se haya dirigido a mí para decirme algo importante, que del regalo que no iba a tener para los reyes.
A la tarde, fuimos con mi papá a lo de mi tía Cora – la hermana de mi padre, a donde íbamos siempre de visita con él. Era nuestra salida, solos.

La casa de mi tía Cora

Mi tía tenía una casa grande con jardín; y detrás, había un gallinero en el que había un gallo, unas gallinas, un pato y una nutria. Mi prima Liliana jugaba siempre con los animales e incluso le lavaba los dientes a la nutria o la montaba encima del pato. Además mi papá había traído de Misiones, una mona que se llamaba Titina y también había dos o tres teros deambulando por el jardín. Dentro de la cocina, una jaula con cardenales, que eran la locura de mi padre. Como nosotros vivíamos en un departamento, él se daba el gusto de estar en contacto con los animales en la casa de mi tía.
Mi tía Cora era muy hacendosa; modista y bordadora. Ella se encargaba de hacer todos los ajuares para los casamientos de la ciudad. Mi prima Alicia – la mayor – hacía lo mismo que la madre. Y Liliana se sentía más atraída por las actividades artísticas por lo que de grande estudió Bellas Artes. Pero en realidad, era el varón con el que seguramente mi tío habría soñado, ya que era una apasionada de las herramientas, los deportes y la acción.
Sin embargo, si bien solía acompañar a mi padre a esa casa regularmente, a veces me daba temor estar ahí porque le tenía miedo a casi todos los animales. Aunque mis principales enemigos eran los teros. Me aterraban. También los cuellos de visón de mi tía, con los que a veces me esperaba mi prima cuando tocábamos el timbre. Ella nos recibía con los visones asomándose por la ventana chiquita de la puerta y disfrutaba muchísimo con mis miedos.

Los reyes magos parte dos

Esa tarde, mi tía me invitó a quedarme a dormir. A mí no me gustó mucho la idea porque jamás había llegado a ese punto de confianza. Sin embargo, dado que insistieron tanto, me quedé. A la mañana siguiente me despertó con un desayuno inusual: huevos pasados por agua, recién sacados de la gallina. Fue muy especial ese momento, porque para mí los huevos se compraban en lo de los hermanos Pampín.
Cuando me vino a buscar mi papá, fuimos a casa y al llegar a la puerta, me pidió que entrara con los ojos cerrados. Me acompañó hasta el comedor y cuando abrí los ojos, ahí estaba el piano. Un piano color caoba que brillaba muchísimo y un taburete redondo que se subía y bajaba. Dentro del piano había tres piezas musicales: los valses La loca de amor y Desde el alma y el tango Mano a mano.
A partir de ese momento, pasé a ser la artista del edificio.
Como mi mamá, cada vez que limpiaba abría las ventanas de par en par, siempre había algún vecino que me pedía una pieza…”tocate un tango Silvita”…”tocate la loca de amor”, o la pulpera de santa lucía.
Estudiaba todas las tardes y cuando mi padre estaba en casa, se colocaba detrás de mí y cada vez que me equivocaba, me decía: “ahí te equivocaste”. Esa frase aún me acompaña.
Y a veces me gustaría encontrar a algún señor Don Miguel para que me tache algunos acordes difíciles de tocar.

Derrumbe cotidiano

Uno puede mostrarse diáfano, saludable, sonriente, limpio y alegre sin que por ningún poro o rincón de nuestro cuerpo se evidencie la tristeza, la angustia, la incertidumbre y la soledad. Entonces quiere decir que cuando vemos a una persona en la plenitud de sus emociones, podría caber la posibilidad de que se esté derrumbando. Entonces quiere decir, que todos nos estamos derrumbando cotidianamente.

Ser mujer a los cincuenta y seis

Dicen que las mujeres cuando van llegando a cierta edad, están más allá de todos los prejuicios; que la madurez las pone más interesantes (nunca, más bellas); dicen que una mina grande tiene menos vueltas que una piba; que la tiene “más clara”. Y yo me pregunto: ¿de dónde salió ese verso? Porque yo soy un estereotipo bastante común del género y no siento que tenga alguna certeza de algo.
Mi cuerpo aún no pasó la información a mi cabeza sobre el paso del tiempo. Se va deteriorando casi minuto a minuto y yo sigo asombrándome cada vez que estoy frente al espejo. Cuando era joven pensaba que la vejez iba a ir llevando juntos, la cabeza y el cuerpo; pero, no. La cabeza parece empeñada en quedarse estancada, abrumándose al ver que el cuerpo se aleja tanto que casi no puede dimensionarlo. Entonces comienza a verlo como a un extraño. Y una cabeza sin cuerpo, siente soledades, se equivoca, se debilita. Y ahí es en donde, volviendo al principio, tengo que aseverar que una mujer a los cincuenta y pico, tiene una única certeza: la cosa, cada día, va ir de mal en peor. Cada ilusión que se inicie durará lo que una pluma en el aire. Cada proyecto se sostendrá en un mar de incertidumbres. No habrá neurona que no esté cubierta por una preocupación tras otra: los hijos, el marido, algún padre que quedó a su cuidado sin enterarse de que ella también empieza a necesitar de otros, el laburo, la jubilación, la casa, las enfermedades, lo que no será, lo que pudo haber sido. Y si se descubre buena para algo, pensará irremediablemente, que cómo no se le ocurrió antes, que ahora ya es tarde para volver a empezar. Y si logró todo aquello que añoraba de joven, se dirá que hubiera sido mejor haber tomado otro camino, o que cómo se conformaba con tan poco a la hora de soñar.
Y mirándose en el padre aún vivo y reclamándole atenciones, jurará que nunca, pero nunca, terminará al cuidado de sus hijos. Y entonces, aparecerá una palabra que no formaba parte de su léxico familiar: el geriátrico; si ni lo pensó para su padre, en ella es una posibilidad. Y se dará cuenta de que los proyectos, de aquí en más, incluirán esa palabra aunque sea todavía impensable. No será hoy, ni dentro de diez años, pero qué son diez años, sino nada.
Llueve, es domingo. Mi marido, en el club con su practicidad disfrutando del aire libre. Yo, horneando pan y escuchando un piano que me arrima al pesimismo. Mañana, con una cumbia y un hermoso día de sol, quizás escriba sobre lo hermoso que es ser una mujer a los cincuenta y pico de años.

domingo, 27 de febrero de 2011

¿Una fobia puede más que una madre?

Estoy leyendo un libro, llamado La plaza del diamante, de la catalana Mercé Rodoreda, en el que una protagonista cuenta las pequeñas peripecias de su vida cotidiana de posguerra. El Quimet, su marido se ha entusiasmado con las palomas y cree que puede hacer dinero con ellas, pero en realidad, siempre es la protagonista quien tiene la tarea más pesada, pintar el palomar, dar de comer y beber a las palomas…. En el desarrollo de algunos capítulos, el lector va entrando en un mundo en el que las palomas prácticamente se van adueñando de la casa y hasta conviven con los niños dentro de ella. Esos pasajes, tan invadidos de imágenes sensoriales, me abrieron tanto los poros de los recuerdos que me llevaron al 2 de enero de 1989, tarde en la que mi fobia llegó a su máximo esplendor.
En ese entonces tenía tres hijos (aún no había nacido Martín): un bebé recién nacido, una niña de 3 y el mayor de 4 años. Era el cumpleaños de mi marido. Prácticamente sin un mango, vivíamos en un PH que habíamos alquilado a buen precio. Lindo, pero con un solo defecto: como estaba cerca de un molino, el patio estaba repleto de palomas, tantas, que era imposible recuperarlo. Entonces decidimos “negarlo”; pusimos un contact con una textura que nos permitiera la entrada de la luz, pero no dejara ver el patio, y nos olvidamos que existía; total, los chicos tenían una plaza cerca para disfrutar del aire libre. Sin embargo, los ruidos de las palomas se encargaban de hacernos saber, que allí seguían.
Esa tarde de intenso calor, estaba con los chicos preparando en la cocina el manjar preferido de Bocha, un bizcochuelo seco y con dulce de leche. Punto, sin comentarios.
De pronto sentimos un ruido extraño en el comedor; me asomé y vi que una paloma había entrado por la chimenea y como se encontraba desorientada, no hacía más que chocarse con las paredes, por lo que además de su aleteo apresurado, se escuchaban cosas que se iban cayendo. Mi pánico era tal, que no tenía modo de reaccionar; pensé que la negación, que había sido nuestra primera estrategia, podría funcionar e intenté continuar con la tarea, pero cantándoles a los chicos, de modo que ellos se distraerían y yo no escucharía los ruidos. El problema era que no podría salir de la cocina hasta que llegar mi marido y eso iba a ser recién a la noche.
Pero mi canto no evadió los problemas, así como tampoco mi negación. Mi hijo mayor quiso saber si la paloma aún continuaba en el comedor y abrió un poco la puerta. Fue en ese momento en el que creí que el mundo se venía abajo, ya que la paloma intentó entrar en el único espacio en el que yo aún era una madre digna de confianza. Le grité a mi hijo pidiéndole que cerrara la puerta. Una vez a salvo, sólo me quedaba huir del lugar. Pero como no podía ir a buscar la ropa adecuada para salir con la frente en alto y con disimulo, bajé corriendo las escaleras con los tres y me quedé en la puerta, en pijama y con los chicos en paños menores, ya que hacía mucho calor en esa cocina. El tintorero de al lado me vio “como rara” y me preguntó si me pasaba algo. Y a pesar de no ser una persona que se anime a pedir auxilio, salvo en casos sumamente necesarios y convalidados por los demás, le dije que había una paloma en mi cocina. El señor, como si nada, subió, la sacó y la trajo a la calle; mis hijos la acariciaron y yo pude seguir haciendo el bizcochuelo. Aunque, entre batida y batida no hacía más que pensar en que una fobia puede más que una madre.