Cuando nací, mi tío Carlitos me bautizó La Rusa, por lo rubiecita, supongo. Sin embargo, el apodo que más tengo presente es el que – a solas – me decía mi mamá: Patito. De todos modos, mi nombre le ganó a esos apodos durante casi toda mi vida. Y me llamaron Silvia, simplemente, descartando los mami y sus derivados que siempre te rodean en los tiempos de crianza. O los apodos que devienen del espacio íntimo de la pareja, que cambian con las distintas épocas o climas de ese tercero que se arma entre dos.
Pero hace algunos años, fui Silvita. En los tiempos en los que invitamos a los Submarinos a vivir con nosotros para que hagan su disco. Amigos de nuestro hijo mayor que se sumaron a la familia durante un año largo. De pronto fuimos doce, en vez de seis. Aunque los fines de semana se sumaban los que llegaban a visitarlos. Fusión de neuquinos y marplatenses con un hambre intenso por descubrir con la voracidad con la que lo hacen los jóvenes, los tesoros de este mundo complejo y maravilloso.
Y de pronto me encontré siendo Silvita. No, una más. Tampoco, una menos. Un pulpo con miles de extensiones para alimentar y alimentarse de todos y de cada uno.
Muchas veces - cuando volvía de dar clases a las futuras docentes buscando nuevas estrategias para expresar la importancia del arte en la escuela y me desanimaba por no encontrar la pasión que esperaba, me encontraba con una ronda de mate por algún rincón en donde, a la hora que sea, se discutía acerca de cuál es el proceso de creación de los distintos lenguajes artísticos. Me sumaba a esas fogosas discusiones que muchas veces terminaban en gritos que había que apaciguar.
Unos leían Rayuela por ahí, o descubrían junto conmigo a Murakami o a Kundera. Otros, abrumados con Dostoiewski, Sartre y tantos otros que despertaban discusiones en las que se ensayaba la vida.
Exploraban instrumentos y de pronto aparecía un bajo, un saxo, una trompeta, un acordeón, entre tantos otros. Y tocaban descaradamente, como si hubieran estudiado toda la vida. Y jugaban, jugaban, jugaban.
Y nuevamente yo, con mis tantísimos años de estudio en el piano, me volví a encontrar con ese instrumento desde otro lugar. El de la improvisación. ¡Qué pecado para alguien a quien torturaron los años de su infancia con la perfección de la partitura en mano y el pecado de errarle a una tecla!
Las chicas pululaban por ahí, también buscando un lugar. ¿Hacemos collares, bolsos, pulseras, yoga, contact, telas, circo? Y aparecían los nuevos estereotipos de una generación con un hipismo setentoso, al que sólo le faltaban aquellos ideales por los que tantos fueron desaparecidos. No se hablaba, en general, de una política más terrenal y concreta, por todo esto que ya sabemos y que finalmente, hoy, ha vuelto a florecer.
Pero se buscaba vivir del arte. Se negaban a trabajar dependiendo de otros que los sacaran de su eje. Ese estilo de vida atravesaba las veinticuatro horas del día.
El trabajo es dignidad era una frase que se contraponía a ¿y, el ocio, no lo es?
Entonces, la romántica idealista que siempre hubo en mí se enfrentaba a la sacrificada que laburó desde que tuvo quince años. Y en esos choques , me perdía en una marea que hacía temblar las columnas que me habían sostenido durante años.
Y sacaba fotos. Porque ese presente, para mí, ya era un relato plagado de nostalgias. Ellos no comprendían la importancia de dejar plasmada y quieta una imagen que a mí me servía para alimentar el alma.
Presente y pasado juntos e inseparables me invadieron en ese día a día que siempre sumaba a alguien más.
Nadie comprendió nunca cómo hicimos posible esa experiencia. Mi psicoanalista me increpaba, mis amigos y parientes olfateaban con un dejo de resignación, que algo no estaba bien, ni en mi cabeza, ni en la de mi marido.
No era correcto tener una casa plagada de hippies que dormían y comían a cualquier hora. No era normal llegar a las cuatro de la tarde del trabajo y ver que recién estaban cocinando para el almuerzo que casi siempre, se concretaba a eso de las seis de la tarde.
No era normal, despertarse y que de cualquier puerta saliera alguien medio dormido y te dijera, hola…yo soy amigo de tu hijo.
No era normal levantarse a la mañana y encontrar los sillones y los pasillos de la casa con las colchonetas inflables o las bolsas de dormir siempre ocupadas.
No era normal, pero pasó.
Y fueron rosas.
Rosas con espinas.
Dulces aromas de una juventud prestada que siempre agradecí por dentro. Pinchazos que me decían que no era normal.
Y así, de repente, todos se fueron yendo.
Y así, de repente, por esas cosas que la vida te ofrece a las cincuenta y pico, tuve que llevar a mi padre a vivir a casa.
Y casi sin darme cuenta, pasé de ser Silvita a ser La Señora Silvia, para las mujeres que se instalaron en mi casa a cuidar de mi padre, haciéndose dueñas de un espacio que hasta hace poco había sido un centro cultural.
Si. De un centro cultural a un geriátrico.
Quiero contar que hoy, soy Silvia. Hace pocos días he dejado de ser La Señora.
Pasó el tiempo de los jóvenes, que hoy estarán probando la vida por distintos caminos. Mi padre ha ingresado al mundo de los abuelos y los cuidados intensivos que en casa ya no podíamos ofrecerle.
Y yo me encuentro buscando un nuevo apodo.
Pronto estrenaré mi nariz de Clown y tengo que poner un nombre a mi Payaso.
Pero sé que no será Silvita, ni Señora Silvia.
Busco nombre.
Se aceptan sugerencias.