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ESCRITURA ESPONTÁNEA Y ROPA VIEJA

ESCRITURA ESPONTÁNEA Y ROPA VIEJA Unas veces, salen sin pedir permiso y te piden que las pongas en algún lugar, como si estuvieras hablando y a las palabras se las llevara el blog. Otras veces, las encontrás en borradores que habías descartado y las ponés así, revueltas, desordenadas, como la ropa vieja que se cocina con lo que quedó de la noche anterior. Palabras que desean tocar, pellizcar, acariciar, poner la oreja y encontrarse con otras que al igual que ellas desean salir de alguna garganta.

jueves, 10 de marzo de 2011

Efecto dominó

El psicoanálisis ha sido siempre para mí como un electro doméstico por el que proceso todo lo que me pasa. Y últimamente ando buscando por la vida alguien que me pase alguna otra herramienta, porque a mi procesadora se le venció la garantía y no encuentro explicación a determinados sucesos que ocurren a mi alrededor.
La otra tarde escuchaba atentamente a una amiga que sabe encontrar respuestas a las cosas en campos desconocidos para mí, cuando intentaba darme algunas posibles explicaciones respecto de por qué ocurren las casualidades. ¿Son casualidades?, ¿son causalidades?, ¿son señales? Y creo que entendí algo así como que “cuando hay un cambio en tu vida, un suceso, un episodio, por más simple que parezca, puede ocurrir que, como una marea, todo lo que pasa a tu alrededor, también se mueva”. Se lo conté a mi hermana por teléfono y me dijo que a eso se le llama “efecto dominó”, en alguna corriente de pensamiento o de fe que no terminé de comprender. Casi siempre, mi escepticismo me produce una sordera cognitiva de considerables proporciones, por lo que suelo congelar los comentarios y sigo mi vida, controlando el deseo de salir corriendo y llamar a mi psicóloga para preguntarle el por qué de cada acontecimiento. Aunque no lo hago, ya que “nos dimos de alta” hace unos meses.
Hoy fue un día especial, que desde ayer se viene gestando. Mi marido no iba a venir a Buenos Aires y vino; yo iba a ir al Ministerio pero no pude porque los carpinteros tardaron horas en armarme las alacenas y el placar; mi hijo y su amigo estaban circunstancialmente cerca de casa; los invitamos a almorzar, mientras los carpinteros terminaban de taladrar mis paredes y mi humor. Pero no a cualquier lugar; ayer yo había visto un restaurante a unas cuatro cuadras de mi casa y había quedado registrado para alguna oportunidad que tuviera con mis hijos.
Los cuatro nos dirigimos hacia allá; mi hijo prefirió el restaurante de enfrente; en la charla nos dijeron que mañana querían ir a Mar del Plata con nosotros; como teníamos que resolver quiénes irían en el auto, mi hijo llamó a otro amigo que también vendría, pero éste – desde el otro lado del celular – le contaba, muy preocupado, que ahora no podía hablar al respecto, ya que se había perdido su perro e intentaba recuperarlo. Mi hijo lo contó en la mesa y su amigo dijo – despreocupadamente – “¡ya va a aparecer!, a lo que agregamos que si era un perro de la calle, volvería solo. Cambiamos de tema.
Salimos del restaurante y a las dos cuadras, vemos un perro doblando la esquina en dirección a nosotros. El amigo de mi hijo, dijo “¡Quimil!”, es Quimil!” Tomamos al perro de la correa, llamamos a su amigo y le dijimos que estaba con nosotros. En tan sólo un instante, habíamos resuelto un problema que había acontecido desde el otro lado de un celular, en otro barrio de la ciudad porteña, naturalmente, como si nada. Al menos así lo demostraba el perro.
Buenos Aires es una de las ciudades más grandes del mundo. Ninguno de nosotros estaba en el lugar que debía haber estado.

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