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ESCRITURA ESPONTÁNEA Y ROPA VIEJA

ESCRITURA ESPONTÁNEA Y ROPA VIEJA Unas veces, salen sin pedir permiso y te piden que las pongas en algún lugar, como si estuvieras hablando y a las palabras se las llevara el blog. Otras veces, las encontrás en borradores que habías descartado y las ponés así, revueltas, desordenadas, como la ropa vieja que se cocina con lo que quedó de la noche anterior. Palabras que desean tocar, pellizcar, acariciar, poner la oreja y encontrarse con otras que al igual que ellas desean salir de alguna garganta.

domingo, 27 de febrero de 2011

¿Una fobia puede más que una madre?

Estoy leyendo un libro, llamado La plaza del diamante, de la catalana Mercé Rodoreda, en el que una protagonista cuenta las pequeñas peripecias de su vida cotidiana de posguerra. El Quimet, su marido se ha entusiasmado con las palomas y cree que puede hacer dinero con ellas, pero en realidad, siempre es la protagonista quien tiene la tarea más pesada, pintar el palomar, dar de comer y beber a las palomas…. En el desarrollo de algunos capítulos, el lector va entrando en un mundo en el que las palomas prácticamente se van adueñando de la casa y hasta conviven con los niños dentro de ella. Esos pasajes, tan invadidos de imágenes sensoriales, me abrieron tanto los poros de los recuerdos que me llevaron al 2 de enero de 1989, tarde en la que mi fobia llegó a su máximo esplendor.
En ese entonces tenía tres hijos (aún no había nacido Martín): un bebé recién nacido, una niña de 3 y el mayor de 4 años. Era el cumpleaños de mi marido. Prácticamente sin un mango, vivíamos en un PH que habíamos alquilado a buen precio. Lindo, pero con un solo defecto: como estaba cerca de un molino, el patio estaba repleto de palomas, tantas, que era imposible recuperarlo. Entonces decidimos “negarlo”; pusimos un contact con una textura que nos permitiera la entrada de la luz, pero no dejara ver el patio, y nos olvidamos que existía; total, los chicos tenían una plaza cerca para disfrutar del aire libre. Sin embargo, los ruidos de las palomas se encargaban de hacernos saber, que allí seguían.
Esa tarde de intenso calor, estaba con los chicos preparando en la cocina el manjar preferido de Bocha, un bizcochuelo seco y con dulce de leche. Punto, sin comentarios.
De pronto sentimos un ruido extraño en el comedor; me asomé y vi que una paloma había entrado por la chimenea y como se encontraba desorientada, no hacía más que chocarse con las paredes, por lo que además de su aleteo apresurado, se escuchaban cosas que se iban cayendo. Mi pánico era tal, que no tenía modo de reaccionar; pensé que la negación, que había sido nuestra primera estrategia, podría funcionar e intenté continuar con la tarea, pero cantándoles a los chicos, de modo que ellos se distraerían y yo no escucharía los ruidos. El problema era que no podría salir de la cocina hasta que llegar mi marido y eso iba a ser recién a la noche.
Pero mi canto no evadió los problemas, así como tampoco mi negación. Mi hijo mayor quiso saber si la paloma aún continuaba en el comedor y abrió un poco la puerta. Fue en ese momento en el que creí que el mundo se venía abajo, ya que la paloma intentó entrar en el único espacio en el que yo aún era una madre digna de confianza. Le grité a mi hijo pidiéndole que cerrara la puerta. Una vez a salvo, sólo me quedaba huir del lugar. Pero como no podía ir a buscar la ropa adecuada para salir con la frente en alto y con disimulo, bajé corriendo las escaleras con los tres y me quedé en la puerta, en pijama y con los chicos en paños menores, ya que hacía mucho calor en esa cocina. El tintorero de al lado me vio “como rara” y me preguntó si me pasaba algo. Y a pesar de no ser una persona que se anime a pedir auxilio, salvo en casos sumamente necesarios y convalidados por los demás, le dije que había una paloma en mi cocina. El señor, como si nada, subió, la sacó y la trajo a la calle; mis hijos la acariciaron y yo pude seguir haciendo el bizcochuelo. Aunque, entre batida y batida no hacía más que pensar en que una fobia puede más que una madre.

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